sábado, 24 de febrero de 2018

Un día de invierno

      ¡Hola, hola! Sé que tengo el blog abandonado y que no suele leerme nadie de todas formas, pero llevo pensando desde hace tiempo en usarlo también para subir pequeños relatos que me vayan surgiendo y qué mejor manera de estrenar mis relatos con uno dedicado a la familia Lennox (Dreaming Spires, Helena Lennox I) de Victoria Álvarez. Sé que no es gran cosa y la verdad es que me da mucha vergüenza que me lea alguien que no sea uno de mis amigos cercanos, pero también me hacía mucha ilusión escribir algo así. 

      ¡Espero que disfrutéis leyendo tanto como yo disfruté escribiéndolo!



         El frío diluvio que asediaba Londres sin descanso desde hacía ya varios días, golpeaba los cristales de la residencia Lennox mientras una aburrida Helena miraba a través de las ventanas con cara de desear estar en otro lugar. Y lo cierto es que ese era su verdadero deseo. Con seis años recién cumplidos estaba en esa edad en la que pintar había dejado de ser divertido porque su madre se ponía hecha una fiera cuando descubría sus obras de arte en el papel de las paredes. Como si pudiera conformarse con pintar en un pequeño pedazo de papel que coartaba su libertad de creación. Y tampoco había demasiadas cosas divertidas que su madre le permitiera hacer, así que estaba condenada a pasar una tarde de lo más aburrida, observando caer esa eterna lluvia de Inglaterra.

      Hablando de su madre… hacía ya un buen rato que Dora había salido; de compras, seguramente. Así que Helena estaba sola con su padre. Normalmente esos ratos que pasaba a solas con Lionel eran tremendamente divertidos, pero en esta ocasión estaba encerrado en su despacho, trabajando con el papeleo que se llevaba a casa del museo algunas veces.

      Con un resoplido malhumorado, Helena se dejó caer hasta el suelo, rodando de un lado para otro y dando patadas cada vez que un objeto se ponía en su camino. Si seguía así, iba a terminar volviéndose loca de puro aburrimiento. Sin embargo, no habían pasado ni dos minutos desde que comenzara con su complejo de croqueta cuando se puso de pie con tanto ímpetu que casi cayó de bruces. Consiguió estabilizarse y echó a correr directa al despacho de su padre, sin molestarse en llamar antes de entrar con la fuerza de un huracán en miniatura.

      Lionel se sobresaltó de tal manera que hasta dio un pequeño bote sobre la silla de cuero en la que se encontraba sentado; su mente, repentinamente lejos de los soporíferos papeles que había sobre la mesa y que había estado revisando, se centró ahora en la diminuta versión de sí mismo que se había colocado justo a su lado con expresión ansiosa.

             —¿Helena? ¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? —Trató de no sonar tan ansioso como se la veía a ella, pero no se le ocurría otra razón para que la pequeña entrara de tal manera en su lugar de trabajo.

             Me abuuuuurro. ¡Juega conmigo, por fi! ¡Por fi! ¡Por fi! ¡Por fiiiiiii! Me aburro taaaanto que podía convertirme en un gusano del aburrimientooooo.

      Tendría que ser un completo insensible para poder resistirse a esa carita que le imploraba con tantas ganas. Al diablo con el trabajo, su mocosa tenía prioridad por encima de todas las cosas. Pasó la mano por la mesa para tirar todos los papeles al suelo y cogió a Helena para sentarla sobre el espacio recién liberado.

             — ¿Y a qué quieres jugar, enana?

      Helena se llevó un dedito a los labios mientras pensaba, poniendo después sus pequeñas manos sobre las mejillas de su padre para aplastarlas y amasarlas una y otra vez, soltando una risilla infantil y chillona al hacerlo.

          —Kalózok —dijo después de un rato. Y, al ver la cara de confusión del mayor, se dio cuenta de que lo había dicho en húngaro. A veces le pasaban ese tipo de cosas, aunque cada vez le ocurría con menos frecuencia, pues el único idioma en el que hablaba era inglés—. ¡A los piratas! —Se puso de pie sobre la mesa, con las manos en las caderas y un ojo cerrado—. ¡Yo seré la pirata! —Miró a su padre, de nuevo pensativa—. Y tú… mmmmmh… ¡La mujer raptoda!

           — Raptada… Espera, ¿de dónde has sacado esa palabra? ¿Sabes acaso lo que significa?

      La jovencita negó con la cabeza. Solo era un personaje, ¿es que tenía que tener un significado tan profundo? Bah, a ella le daba igual.

          —Además, me parece que ese papel te pega más a ti. Yo prefiero ser el pirata, ¿no me quedaría bien un parche en el ojo? Seguro que sí, me quedaría tremendamente bien y Dora no podría resistirse a mis encantos, ¿no te parece?

      Ella le miró con confusión, inclinando la cabeza hacia un lado ante los delirios de su padre. Lionel solía decir todo tipo de cosas que ella no entendía y casi siempre referentes a su madre. ¿Todos los padres eran así? Por alguna razón, no se imaginaba a tío Oliver diciendo todo eso sobre la madre de Chloë ni sobre ninguna otra mujer.

         —Pero yo solo quiero jugar a los piratas… ¡Y yo quiero ser el pirata! —Helena hizo un puchero que no tenía otra razón de ser que la de chantajear emocionalmente a su progenitor, aunque ella no fuera consciente aún de ese tipo de cosas.

      Lo que le faltaba. Otra mujer que le manipulara de esa manera. Estaba apañado. Lionel suspiró y se pasó una mano por el cabello en un gesto desesperado.

           —Está bien, tú serás el pirata. Y yo la damisela raptada.

      El chillido y la expresión de alegría de la pequeña fueron suficientes para que semejante humillación valiera la pena. Helena se bajó de la mesa de un salto, agarró la mano de su padre y le obligó a salir del despacho para ir a la sala de estar. Cogió una manta y se la tendió.

           —Toma, es tu vestido. Yo no puedo ponerme uno porque soy un pirata bruto y grande y no cabo.

           —No quepo —corrigió él.

           —Tú sí cabes, eres la damisela.

      Lionel soltó una carcajada y le revolvió el cabello ya despeinado a su hija. Después, se enrolló la manta alrededor del cuerpo y dio gracias de que nadie más le viera de esa guisa.

***

      Dora cruzó el umbral con una maldición. Seguía lloviendo a mares y no ayudaba que fuera cargada de bolsas repletas de ropa, libros y complementos más el paraguas con el que se había resguardado de lo peor de la tormenta.

            —Si Lionel hubiera venido conmigo, esto no pasaría. La próxima vez le obligaré a venir.

      Agobiada, cerró la puerta como pudo y dejó las cosas en el suelo. Fue entonces cuando se dio cuenta de algo. Había demasiado silencio y eso solo podía significar que algo terrible había pasado. Su pequeño terremoto no podía estar en silencio durante más de dos minutos seguidos y era demasiado temprano para que estuviera dormida.

        Definitivamente, algo horrible había tenido que suceder.

       Caminó tan rápido como pudo hacia la sala de estar, deteniéndose de pronto al ver la escena que se presentaba ante ella. Una emoción dulce y cálida se instaló en su pecho al contemplarlos. Lionel estaba tumbado en el sofá, cuan largo era, con Helena sobre su pecho; ambos dormidos y arropados con una manta. Era una estampa con la que ni siquiera había podido soñar anteriormente. Con una sonrisa que guardaba todo el amor que no solía mostrar abiertamente, se acercó al sofá y dejó un beso sobre la frente de su pequeño terremoto y otro sobre la de Lionel.


      Con esa misma sonrisa, giró sobre sus talones para regresar a por sus compras.

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